Los colores son su mayor atractivo, pero al igual que toda belleza, debe ser conocido a fondo. Casanare encanta con cada experiencia que ofrece y con cada personaje que le da vida.
No hay nada más extraño para un citadino que el silencio al mediodía. Rodeado de árboles y sin una sola montaña a la vista, las verdes llanuras sobre las que posan chigüiros de todos los tamaños, parecen infinitas.
Estos roedores, considerados como los más grandes del mundo, observan inmóviles a los turistas que les miran con curiosidad y encanto, mientras se acercan con sus teléfonos celulares para congelar ese momento en fotografías.
La calma se rompe cuando de la nada suena un gruñido gutural. Decenas de chigüiros, que hasta hace segundos permanecían estáticos, inician un veloz recorrido hasta una laguna cercana, en la que se sumergirán. Al entrar en contacto con el agua parecen sentirse a salvo. El último en adentrarse es el animal que hizo el ruido. Su paso se hace lento cuando la única parte del cuerpo que permanece fuera del agua es su hocico. De nuevo, varias cabezas permanecen quietas, flotantes, atentas a los movimientos de quienes les observan. Uno de ellos se acerca a la orilla. Las cabezas desaparecen. Todas se sumergieron. Un turista dice que esperará unos segundos hasta que salgan a tomar aire. El guía encargado del recorrido le asegura que estos mamíferos pueden permanecer hasta diez minutos sin hacerlo.
Ubicado en la región de la Orinoquia colombiana, el departamento del Casanare parece más alejado de lo que en realidad está. No conoce del estrés ni de la agitada vida de las grandes ciudades. Allí, la dinámica se mueve a un ritmo único y natural, todo fluye en armonía entre la flora y la fauna.
Su nombre proviene del vocablo perteneciente al pueblo Achagua, una de las etnias más numerosas que habitaron la región hasta la conquista española de América, y que, según el DANE, contó en 2005 con 796 personas. En su lengua, Casanare significa “río de aguas negras”, como las que le sirven de arterias en su extensión geográfica y en las que se encuentran a diario chigüiros¸ babillas, monos, aves y anacondas, entre otras especies.
Su capital, Yopal, hace una pausa a la serenidad de los pueblos que la rodean. Con centros comerciales, restaurantes y discotecas, esta ciudad de no más de 140.000 habitantes se convierte cada día en una metrópoli moderna. En sus calles, en las que antes de la explotación petrolera cabalgaban llaneros descalzos, ahora se encuentran motocicletas y camperos de reconocidas marcas.
Los municipios que conforman el departamento conservan sus más valiosas tradiciones. Sus habitantes, en busca de mantenerlas vivas, ofrecen a quienes los visitan muestras de baile y gastronomía. El joropo se zapatea como hace décadas y los hombres extienden sus pañuelos a las mujeres, quienes se levantan e inician esta danza, que hoy es practicada por las generaciones más jóvenes.
La chicha nunca estará ausente en las celebraciones. Servida en totumas, espesa pero refrescante, enmarca y da ánimo a quienes asisten al baile. Está acompañada por envueltos y carne, que durante su preparación permanecieron horas a centímetros del carbón, cocinándose lentamente y desprendiendo algunos de sus jugos.
Orgullosos de la naturaleza que los rodea y con una valentía que demuestra la confianza y el conocimiento que tienen sobre sus tierras, los llaneros caminan descalzos sobre el suelo que los turistas recorren con botas. Hablan sobre los casi extintos trabajos del Llano, una actividad que podía tardar meses y que servía de escuela para los vaqueros más jóvenes, que aprendían a adiestrar y cabalgar a la vez que se nutrían del conocimiento de los mayores sobre los peligros y las precauciones que debían tener en el momento de ejecutarlos.
Serpientes venenosas y pumas son algunas de las especies a evitar cuando se adentra en el Llano. También hay insectos, como las garrapatas, que durante el verano pueden convertir en huésped a cualquier descuidado visitante.
Es imposible explorar sus tierras sin sentir la ansiedad de encontrarse con alguno de estos tesoros salvajes. Uno de los guías le cuenta al grupo que el dueño del hato que vamos a recorrer adoptó una anaconda, espléndido animal cuya imponencia es su mayor atributo. Al llegar al sitio, la expectativa está a tope, lastimosamente ha llovido durante los últimos días y el hombre que dio hogar y alimentó con chigüiros a esta serpiente nos cuenta que el clima ha hecho que ésta emigre y se sumerja en las profundidades de los lagos cercanos.
Tras la lluvia, la planicie se llena de aves de todos los tipos. El nivel del agua sobre la tierra llama la atención de garzas que picotean el suelo en busca de insectos que hayan salido de sus madrigueras por las lluvias.
La belleza de estos animales es sorprendente. Hay que explorar el Llano con binoculares y así deleitarse con las siluetas de las aves que allí habitan. A lo lejos del grupo, bajo la espesura del follaje de un árbol se observa un rosado intenso, es el plumaje del corocora, una de las muchas especies que se pueden encontrar en la región y que atraen a los extranjeros que visitan el país realizando turismo de observación de aves. Estudios recientes resaltan el beneficio económico que puede significar esta actividad en Colombia. En Casanare, algunas organizaciones ya comenzaron a ofrecer estos paquetes turísticos.
Siendo casi las seis de la tarde, comienza a anochecer. El cielo, que hasta hace poco presentaba amplias nubosidades, comienza a despejarse. La imagen es tan majestuosa como todos los tesoros del Llano, y quizá, fue este el más fácil de encontrar. Color, sombras y luces decoran el cielo. Algunas estrellas comienzan a aparecer. Sin montañas, esta pintura ahora naranja se esconde en el horizonte. Minutos más tarde la luna ilumina todo lo que nos rodea, las estrellas la acompañan hasta el amanecer, pero la magia permanece las 24 horas del día.
Tomado de: El Espectador